Comentario
El gusto por la luminosidad, la riqueza cromática y la factura suelta que habían iniciado algunos de los pintores anteriormente citados, alcanzó su máxima expresión en la obra de un grupo de artistas que dieron el paso decisivo hacia la plenitud barroca. Francisco Rizi (1614-1685), Juan Carreño de Miranda (1614-1685) y Francisco de Herrera el Mozo (1622-1685). Los tres asimilaron con intensidad el ejemplo veneciano, el estilo de Rubens y Van Dyck, y la influencia de los boloñeses Mitelli y Colonna, fresquistas contratados por Velázquez en Italia, que a partir de 1658 realizaron varias decoraciones en el Alcázar y en el palacio del Buen Retiro con el sistema de la quadratura, y partiendo de estas enseñanzas desarrollaron un lenguaje ya plenamente decorativo, de vibrante colorido y pincelada ligera, en el que priman los efectos dinámicos y la concepción escenográfica, concediendo además especial atención a la pintura al fresco, que hasta ese momento apenas había sido tratada por la escuela española. Configuraron así las cualidades del nuevo estilo, coincidente con el decorativismo italiano, que se generalizó en las últimas décadas de la centuria, realizado fundamentalmente por pintores formados con ellos.Hermano menor de Fray Juan Rizi, Francisco Rizi fue el más decidido introductor en la corte de estas renovadas fórmulas pictóricas. Formado con Vicente Carducho, y con Mitelli y Colonna en la técnica del fresco, su estilo dinámico y efectista fue absolutamente decisivo para la evolución de la pintura madrileña. Sus cuadros de altar presentan composiciones aparatosas y movidas y una entusiasta utilización del color aplicado en ejecución rápida, casi a borrones (Virgen con San Francisco y San Felipe, 1650, El Pardo, convento de capuchinos; retablo mayor de la iglesia de Fuente el Saz, Madrid, 1655; Historias de la vida de Santa Leocadia, h. 1660-1670, Madrid, iglesia de San Jerónimo el Real). Sus Inmaculadas, concebidas con opulencia teatral y dinamismo arrebatado, dependen de modelos anteriores de Rubens y Ribera, definiendo con ellas la tipología que imperará en la pintura posterior. Especial mención merece su dedicación al fresco, técnica que le permitió desarrollar su gran imaginación decorativa (bóveda de San Antonio de los Alemanes, Madrid, h. 1665-1668; Ochavo de la catedral de Toledo, h. 1665-1670; capilla del Milagro de las Descalzas Reales de Madrid, 1678; todo en colaboración con Carreño).La producción de Carreño está integrada por decoraciones al fresco, en su mayoría ejecutadas en colaboración con Rizi como se acaba de citar, por obras religiosas y por retratos. En las primeras su estilo aparece claramente vinculado al proceso de renovación que se produjo por estos años, al que él aportó una especial blandura de modelado y una concepción elegante puesta al servicio de intensos efectos escenográficos y de un lenguaje opulento de origen rubeniano (San Sebastián, 1656, Madrid, Museo del Prado; Asunción de la Virgen, 1657, Polonia, Museo de Poznan; Santiago en la batalla de Clavijo, 1660, Museo de Budapest; Fundación de la Orden Trinitaria, 1666, París, Museo del Louvre). En sus Inmaculadas, al igual que Rizi, creó el nuevo tipo de iconografía mariana triunfante que imperó en las generaciones posteriores (Museo del Prado, catedral de Vitoria).Pintor de cámara a partir de 1671, fue el principal retratista de la corte de Carlos II, teniendo a éste y a su madre doña Mariana de Austria como sus principales modelos. Sus retratos dependen de la sobria creación velazqueña y de la distinción aprendida en el arte de Van Dyck, representando generalmente a los reyes en los salones del Alcázar, quizás para enriquecer la triste imagen final de la monarquía española (retratos de Carlos II en el Museo del Prado, Museo de Bellas Artes de Oviedo, y colección Harrach, Rohrau; retratos de doña Mariana de Austria, en Museo del Prado y Museo de la Real Academia de San Fernando, Madrid). Los retratos ajenos a la familia real le permiten lucir mejor sus dotes como colorista, así como plasmar actitudes de distinguida afectación con las que se vincula a la retratística flamenca (El duque de Pastrana, h. 1666 y Pedro lvanowitz, embajador de Rusia, hacia 1681, Madrid, Museo del Prado).La personalidad de Herrera, hijo de Herrera el Viejo, fue absolutamente decisiva para la consolidación del nuevo estilo. Formado primero con su padre y después en Italia, desde donde regresó a Madrid hacia 1654, trabajó en la capital y en Sevilla, siendo el introductor del conocimiento directo del barroco decorativo italiano en la pintura española de la época. Antes que ningún otro dominó este lenguaje, como puede apreciarse en el espléndido Triunfo de San Hermenegildo (h. 1654, Madrid, Museo del Prado), en el que muestra una perfecta utilización de los recursos efectistas de la plenitud barroca, destacando la concepción teatral, el exaltado dinamismo, la riqueza de color y los contrastes de oscuro contra claro habituales en este estilo. Poco después pintó en Sevilla un San Fernando de similares características (1657, catedral), con el que reforzó la renovación estilística que por esos años iniciaba Murillo en la capital hispalense.Francisco Camilo (1615-1673) y Sebastián Herrera Barnuevo (1619-1671) también contribuyeron con sus respectivas obras al proceso evolutivo de la pintura cortesana, en la que asimismo hay que destacar al bodegonista Juan de Arellano (1614-1676), quien influido por modelos flamencos y napolitanos, abandonó el austero esquema creado por Sánchez Cotán a principios del siglo, realizando una obra más colorista y decorativa, en la que sobresalen sus cuadros de flores, con los que creó una tipología de amplia repercusión posterior.